(FRAGMENTOS, PRESENTACIÓN OBRA)

 

VIAJE DE RETORNO

-De Valparaíso a Barcelona-

                                                   Santiago Salcedo 

   CAPÍTULO I

 

     El veinticinco de septiembre de 1967 era el día indicado por la agencia de viajes para embarcarme en el puerto chileno de Valparaíso, rumbo a Europa, en un transatlántico italiano de nombre Donizetti. En dicho barco tenía reservado pasaje y camarote número doscientos dos, clase turística, seis camas.

 

     A Causa del golpe militar del general Juan Carlos Onganía que, al frente de una junta militar integrada por el teniente general Pascual Pistarini, el almirante Benigno Ignacio Varela y el brigadier general Adolfo Teodoro Álvarez, el 28 de junio de 1966 asumió la presidencia de la Nación Argentina, abandoné el país optando por irme a Chile que, por aquellas fechas gozaba de una buena democracia y libertad.

 

     No era ésta mi primera travesía oceánica. Hacía bastante tiempo que había salido de Barcelona, en España, y llegado a la costa oriental sudamericana, exactamente a Río de Janeiro a bordo de un barco argentino de carga y pasaje con el nombre de Yapeyú. Luego supe que este nombre correspondía al pueblo natal del libertador General José de San Martín. Por esta experiencia vivida, mi segunda partida no me producía el nerviosismo y ansiedad que sentí aquel uno de octubre de 1965, cuando desde aquella ciudad mediterránea emprendí rumbo a América. Ahora tenía sobre mis espaldas, aunque mejor diría bajo mis pies, muchos kilómetros recorridos. Y no exagero, porque me había pasado un largo tiempo de aquí para allá por toda la Argentina y allí hubiera seguido mucho más, si no se me hubiera interpuesto en mi camino el citado golpe de estado del general Onganía. Sacando de lo malo lo mejor, me dije que se me presentaba una buena ocasión de conocer más y mejor el sur de América, por lo que decidí no volver a España haciendo el mismo recorrido anterior sino que preferí cruzar toda argentina en tren hasta las mismas estribaciones andinas y con la ayuda de un ferrocarril de altura, tipo “cremallera”, cruzar los mismísimos Andes y llegar a Chile. Tal cual lo pensé, así lo hice y al cabo de unos tres días de pesado viaje, me encontré recorriendo Santiago en varias de sus típicas “liebres”. Allí en Santiago, conocí a muchos exilados españoles con los que conviví un tiempo. Todos estaban muy bien situados económicamente y se me disputaban entre ellos para que me alojara en sus respectivas casas. Querían que les contara cómo iban las cosas en su añorada España. Cuando decidí poner fin a mi estancia en Chile, me trasladé a Viña del Mar en donde tenía unos conocidos. Días después me dirigí a Valparaíso para embarcarme con dirección a España, aprovechando antes la semana que tenía de tiempo para conocer la residencia de gran poeta Pablo Neruda, llamada Isla Negra, aunque ni está en una isla y menos que sea negra. Total que, volviendo al inicio de esta historia, por fin me encontraba a punto de embarcarme en un transatlántico italiano amarrado al muelle de esa ciudad bañada por el Océano Pacífico Sur. Así fue como una hora antes de la indicada por mi agencia de viajes, ya estaba yo en el muelle. La salida estaba anunciada para las seis de la tarde. Un mozo se había encargado, por cinco escudos, de depositar mi reducida impedimenta, dos maletas y un bolsón de mano, en mi propio camarote sin tener que preocuparme. Libre de ese problema, esperé entre los fardos, equipajes y personas que, en confusa mezcla se apilaban al pie de un bajo edificio frente al barco hasta que llegara la hora de subir a bordo.

 

     Carga y pasaje no tardaron en ser acomodados en el interior de la nave: un trasatlántico de unas 30.000 toneladas con destino final en Génova, Italia. El ronco sonar de la sirena del barco anunció su salida. La pasarela que lo unía a tierra fue retirada inmediatamente después. Lentamente fue arrastrado por un par de pequeños remolcadores hasta que convenientemente enfilado en dirección perpendicular a la bocana del puerto, fue abandonado por estos a su libre navegar. El poderoso motor de la nave comenzó a funcionar con un rítmico ruido que ya no me abandonaría hasta mi final de viaje en Barcelona.

 

     Al cabo de un rato, el puerto primero y después la ciudad que se nos ofrecía a la vista en forma escalonada, como las gradas de un inmenso anfiteatro, dejaron de ser curiosidad. Habían desaparecido por completo. Solamente mar y niebla como telón de fondo, aparecía donde no hacía mucho, habíamos contemplado edificios, gente, escuchar de voces, agitar de manos y pañuelos.

 

     Con igual lentitud que el barco se alejaba, nos fuimos apartando de los lugares que habíamos escogido para la despedida y silenciosamente buscamos el camarote que nos habían asignado.

 

     Mientras descendía por una amplia escalinata, pensaba cómo serían el resto de los pasajeros con los que tendría que compartir la cabina número 202, de clase turística.

 

     -Mi nombre es Frank -se dio a conocer el primero, al tiempo que me tendía su mano nada más entrar en la pequeña estancia. Ante mi, un joven de unos veintiún años, rubio, alto y de agradable aspecto. Su acento era chileno aunque, por su apariencia física, parecía más bien, sajón. Luego supe que era alemán, lo mismo que el siguiente en presentarse, que dijo ser su amigo. Era Hans y, al contrario que Frank, dominaba el español con dificultad. Aparentaba unos veinticuatro años. Su aspecto era cómico. Cabeza pequeña, rubio también, aunque de pelo lacio y erizado. La parte superior de sus labios armada con unos cuantos pelos queriendo formar bigote sin conseguirlo. Su cuerpo parecía hecho, con la misma materia pilosa que su cabello.

 

     -Yo soy Alberto, Alberto González -se presentó el tercero, un mestizo corpulento, de aspecto franco y bondadoso. Iba a completar estudios en Europa. Había venido a embarcarse a Valparaíso desde Sao Paulo para aprovechar mejor su viaje. Su edad se debería acercar a los treinta.

 

     El cuarto era un argentino que, como González, iba a Europa a perfeccionar su formación universitaria. Había venido a este puerto occidental de Sudamérica en vez de embarcarse en Buenos Aires, porque aprovechaba esta salida para pasar por Santiago de Chile y visitar a sus familiares que hacía años no veía. Vivaracho e inteligente, creo que a todos nos agradó su apariencia. Dijo llamarse Pacho Álvarez.

 

     Finalmente, me presenté como Diego de Ayala, español, de 26 años, añadiendo:

 

     -Viajo sin más razón que la de satisfacer unas ansias, mezcla de aventura, curiosidad y evasión.

 

     Pasadas las presentaciones, todos nos dispusimos a ordenar nuestras cosas en los armarios respectivos de la pequeña habitación que deberíamos compartir por un largo tiempo. La componían seis literas, tal como decía mi billete de embarque. Tres estaban situadas en la pared lateral derecha según se entraba en sentido perpendicular al casco del barco y las otras tres en el lado izquierdo. La pared del fondo estaba adornada con una especie de ventana en forma circular que los marinos llaman "ojo de buey".

 

     Tan de lleno nos entregamos al trabajo de ordenar nuestras cosas que nadie habló palabra. Ni siquiera los dos alemanes que viajaban juntos. Como laboriosas hormigas, nos doblábamos sobre nuestras maletas, sacábamos algunas prendas, nos levantábamos, recorríamos el corto espacio hasta nuestros respectivos armarios situados a ambos lados de la entrada. Esquivábamos al resto con mil dificultades y colocábamos en nuestros colgadores la ropa, volviendo de nuevo a repetir la misma operación.          Fui el primero en acabar. Sólo tuve que sacar dos o tres cosas de una de mis maletas. La otra era lo que llamaba mi "oficina portátil". Estaba formada por mi máquina de escribir, mi amiga inseparable, folios y algunos libros de consulta.

 

     Lentamente se fue ordenando nuestra pequeña habitación. Observaba divertido cómo el resto de mis compañeros, realizaba el trabajo de acondicionar adecuadamente el pequeño territorio que a cada uno le había correspondido. Tumbado sobre mi litera, hacía apuestas conmigo mismo quién sería el primero en terminar. Me había tocado la cama de la parte superior de la litera, por lo que mi situación de observador, era privilegiada. A vista de pájaro, veía todo lo que pasaba en el camarote.

 

     Esperaba el final de "la competición" aunque para no parecer que los miraba de un modo desusado, tuve la precaución de tomar un libro que no leía; pero que servía, muy bien, para no llamar la atención de los "competidores".

 

     -¡Álvarez campeón! -Exclamé en voz alta, atrayendo la atención de todos-.

 

     Al ver sus caras de asombro, seguramente creían que me había vuelto loco, expliqué mi juego. Les divirtió bastante porque rieron, coreando a Álvarez como campeón.

 

     Casi sin darnos cuenta, se nos pasó el tiempo hasta la hora de tomar una especie de "cena fría" que nos ofrecieron en el bar del barco, a partir de las ocho. Después, en el salón-baile del mismo bar, la orquesta nos dio la bienvenida interpretando diferentes clases de piezas musicales.

 

 

 

    CAPÍTULO II

 

     Primer día de navegación. Nos levantamos pronto. A todos atraía la idea de contemplar el mar, conocer el resto del pasaje, saber de todo lo nuevo que nos podía ofrecer aquel barco.

 

     Por otro lado, al convivir en un espacio tan pequeño varias personas, se imponía una relación y conocimiento de nosotros mismos más profundo.

 

     Mi carácter abierto y decidido, me llevó a satisfacer e iniciar esta necesidad mía.

 

     Mientras secaba mi cara recién lavada con una toalla, rompí el fuego, preguntando profesiones, estudios, etc.

 

     -Hans y yo -habló Frank- vamos a Alemania a completar unos cursos de Ingeniería Química.

 

     -A mí no gusta Ingeniería Química -saltó Hans en un mal castellano, interrumpiendo las propias palabras de su amigo-. Mi padre hacer que yo estudie esto para sus fábricas -continuó-.

 

     -¿Entonces?... -Interrogué dubitativo-.

 

     Con gesto muy significativo se aupó sobre su litera, le había tocado, como a mí, la de arriba y cogiendo unos libros que había colocado en una pequeña estantería al lado de su cama, los mostró sin dejar de sonreír del modo tan peculiar como lo hacía.

 

     -Hegel, Schopenhauer, Nietzsche. -Leí los autores de los tres libros que había puesto materialmente delante de mis narices-.

 

     -Filosofía -pronunció con toda claridad abandonando su sonrisa.

 

     Esto último de Hans me gustó mucho. Al menos, pensé, tendré con quién hablar de temas que eran, también, de mi preferencia.

 

     -Mi padre... me envía para que estudie Química. Yo... yo estudiaré Filosofía -concluyó riendo abiertamente. Tal vez pensara en la sorpresa que se llevaría cuando se encontrara con un hijo filósofo en lugar de ingeniero-.

 

     González y Álvarez explicaron por turno.

 

     -Yo voy a París -dijo el brasileño-. Confío que podré encontrar trabajo y estudiar al mismo tiempo en la Sorbona-.

 

     -¿Qué piensas estudiar? -Pregunté-.

 

     -Continuar con la medicina.

 

     -¡Linda profesión! -Exclamé-. En tu país faltan médicos...

 

     -Médicos y otras cosas -agregó rápido antes de que terminará mi comentario-.

 

     -¿Por qué has escogido esta profesión? -Insistí. Me gustaba hablar con él. Resultaba agradable-.

 

     -Me permitirá estar en contacto con todas las clases sociales. Sobre todo con las bajas. Entiendo que éstas necesitan apoyo para sus miserias, nacidas del abuso de gentes sin entrañas. La medicina me permitirá entrar en su mundo. Deseo despertar inquietudes en sus almas dormidas.

 

     -¡Vaya! ¡Vaya! -Exclamé en voz alta, aunque no hacía falta porque todos escuchaban-. El amigo González nos está saliendo un verdadero revolucionario.

 

     Los demás sonrieron; pero nadie comentó nada. Volví a la carga. La charla se estaba poniendo interesante.

 

     -Tengo entendido que en tu país hay un gran porcentaje de médicos comunistas.

 

     La pregunta hecha así, de golpe, tuvo la virtud de poner a todos como en guardia.

 

     González con su peculiar calma pareció sospesar la pregunta y más que la pregunta, a su interlocutor. Estoy seguro que en su interior pensaría cuál era mi verdadera identidad. Lo denotaba en la mirada penetrante que me dirigía.

 

     Traté de aparentar en mi rostro toda la bondad que era capaz de "teatralizar", dando a entender que la pregunta la había hecho sin ninguna malsana intención, sino porque así había venido a mi mente.    

     Me dio resultado; González no continuó en su alarma. Se confió plenamente y contestó con la misma vehemencia que utilizara antes.

 

     -Di más bien, que en mi país hay un gran porcentaje de miseria. Los médicos, por estar más en contacto con las necesidades del pueblo, son los que más atacan los abusos de una política oligárquica cien por cien. A estos los llaman comunistas. Bonito modo de colgar "el San Benito" a un sistema social que todavía queda un poco lejos de serlo porque la realidad es muy otra. Lo que sólo pretendemos es aminorar esa tan espantosa diferencia que a unos los encumbra hasta las más altas fortunas y a otros, los más, los sumerge en las profundidades de la ignorancia y la miseria.

 

     -¡Bien dicho! -Saltó Álvarez sin poderse contener. Los dos alemanes no hicieron el más mínimo gesto o comentario.

 

     Al oírlo me hizo pensar que todavía no sabía de él, aunque por su exclamación, se podía adivinar fácilmente cómo pensaba.

 

     No me interesaba llevar más lejos aquella conversación que habíamos entablado con el brasileño. Me vino al pelo la intervención del argentino.

 

     -¿Tú, también, vas a París? -Pregunté cortando nuestra charla con naturalidad e indiferencia.

 

     -Sí -contestó categórico-.

 

     -Me alegro compañero; vamos a estar juntos, -respondió sonriente González-.

 

     -¿Qué vas a estudiar? -Preguntó interesado-.

 

     -Ciencias Políticas.

 

     -¡Estupendo! -Añadí yo por decir algo-.

 

     -No sólo médicos sino, también, buenos dirigentes hacen falta por estas latitudes -concretó Álvarez-.

 

     -No quiero quitarte la idea, -intervino González-; pero, a veces, los políticos se apartan de la verdadera realidad por no vivir el problema en su misma salsa. Al principio, también deseaba ser o, al menos, estudiar Ciencias Políticas; luego, estos mismos argumentos me hicieron cambiar de idea. Me dije: emprenderé una carrera que me recuerde siempre el verdadero fin de una buena política.

 

     -Sospesé muchas veces mi decisión -continuó- sacando conclusiones como estas: La política es algo muy ideal que lo eleva a uno sobre discursos y mítines hacia unos  horizontes sonrientes y dichosos, olvidándose casi siempre de lo real, de las necesidades más urgentes, como es la falta de higiene en un determinado pueblo; la falta de escuelas, y un largo etcétera. Van sólo de cara a la galería, como se dice. Es la propia esencia del político.

 

     -El verdadero político nace como una necesidad de la masa agobiada. Ésta los crea cuando su angustia por la falta de lo primordial, llega a un punto en el que se decide su existir o fenecer.

 

     -Creo -continuó hablando con fuerza, tanta que nos tenía a todos cautivados- que la masa produce sus dirigentes que son, como las defensas que engendra un cuerpo para eliminar todo intruso que atente a su salud.

 

     González guardó silencio. Mis ojos, ávidos siempre de observar con detalle cuanto les rodeaban, me hicieron ver algo que me causó malestar y preocupación. Frank y Hans, un poco apartados, seguían en sus cosas y levantaban, de cuando en cuando la vista para escuchar con más atención lo que comentaba González, sin tomar parte directa en esta charla. Cuando éste concluyó, sonrieron despectivamente, acompañando su acción con un significativo gesto de su cara mientras cuchicheaban algo entre ellos. Era como si ridiculizaran su manera de sentir y expresarse. Me hubiera gustado saber lo que se decían en su idioma. Su conducta me dio tanta rabia, que los miré fijamente por un momento, suficiente como para que no les pasara desapercibido. No sé si fue por esto; pero el caso es que, inmediatamente después dejaron de hablarse y saliendo del camarote al cabo de un par de minutos.

 

     -Si no os dais prisa os quedaréis sin desayuno -dijo Frank volviendo sobre sus pasos-.

 

     Me pareció adivinar un deje irónico en aquellas palabras; pero no puedo asegurar si lo había o no. Tal vez estuviera molesto por lo que observé antes y esto influyera en mi opinión.

 

     -Sí, Frank tiene razón -convino Álvarez sin comentar nada de la larga disertación de González, añadiendo a continuación como excusa a su silencio-, tenemos mucho tiempo para hablar. No es bueno perderse nuestro primer desayuno. Además, me recomendaron que el mejor remedio contra el mareo es llenar el estómago con bastante comida.

 

     Salimos de la reducida estancia y tras andar un largo y estrecho pasillo, llegamos a un vestíbulo central amplio y alto, bien iluminado y adornado con algunos cuadros de temas marinos, de donde partía la gran escalinata que no hacía mucho rato había recorrido en sentido contrario. He olvidado decir que nuestro camarote estaba muy cerca de la línea de flotación. Lo sé porque antes de salir de él, miré por "el ojo de buey" viendo que la superficie del mar estaba a pocos metros. El comedor de nuestra clase turística se encontraba a nivel de cubierta. Nos fue fácil localizarlo porque habían tenido el detalle de indicarlo con unos cartelitos pegados en la pared. Nos gustó mucho su aspecto. Había mesas para cuatro personas, repartidas por la gran sala. Nosotros tres habíamos pedido que, como íbamos en el mismo camarote, nos colocaran juntos. Nos habían dado el correspondiente billete con el que sabíamos su número. Este sería siempre el mismo para el resto del viaje. Álvarez lo leyó en voz alta:

 

     -Mesa treinta y seis.

 

     -Esta es la ocho -agregó señalando con el dedo el brasileño, un número de metal puesto en la que teníamos delante-.

 

     -Estará por el otro extremo -añadí-.

 

     Un camarero nos sacó de dudas acompañándonos hasta el lugar que, tal como había dicho, estaba por el otro lado de la sala.

 

     Un par de huevos fritos, mermelada, mantequilla, café y leche, era el desayuno.

 

     Una vez llenado nuestro estómago, Álvarez, al que, por lo visto, rondaba por su cabeza lo que antes hablara González, comentó dirigiéndose a éste:

 

     -Tu charla de antes me pareció muy interesante. ¿Y a ti qué te ha parecido? -Se dirigió directamente a mí-.

 

     Me dio la impresión que aquella pregunta tan directa, era como un test, para saber con certeza cuál sería mi inclinación política.

 

     -Me pareció muy adecuada -respondí-; aunque, soy de la opinión, que tampoco es bueno desdeñar los conceptos universales de las cosas, que son los que en el fondo gobiernan e influyen en cada una de éstas. Lo ideal sería disponer de dos clases de políticos. Unos para los grandes problemas nacionales e internacionales y otros para los caseros y particulares de las personas con nombres y apellidos propios. Bueno, esto es una respuesta un tanto utópica; pero supongo que entendéis por donde van los tiros, como decimos en España.

 

     Acto seguido, para evitar entrar en una discusión política que no me apetecía, añadí:

 

     -Como tú dijiste antes, hay mucho tiempo para poder profundizar estos temas. Nos queda nada más y nada menos que la friolera de un mes de barco, si todo va bien.

 

     Continuamos hablando de otros asuntos sin importancia, que sirvieron para ir creando entre los tres, un clima de amistad que prometía dar sus frutos.

 

     ¡Ah! Casi se me olvida hablar del cuarto comensal que completaba nuestra mesa. Era un sacerdote, de nombre Paco. Español como yo. Al interesarme por su patria chica, me dijo que era burgalés.

 

     Por su aspecto exterior, nadie hubiera dicho que fuera un cura. Vestía como cualquiera de nosotros en consonancia con su mentalidad abierta y, en cierto modo, liberal, por lo que pude adivinar en las pocas palabras que le escuchamos. Esto hizo que fuera acogido por el resto, como un compañero más.

 

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